Pasaron la madrugada juntos, los dos sufrían de insomnio.
Habían quedado en la estación de tren a la una de la madrugada. Una estación enorme, completamente de mármol blanco y cristal de bohemia, siempre hacía muchísimo frío y pocos se atrevían a visitarla; estaba perdida en otra realidad. En dicha estación no había taquilla, no se sacaban billetes para viajar, no había seguridad, ni conductor; tan sólo un gigantesco reloj barroco de oro con manecillas de mimbre, almas tristes, y viejas vías, raíles ocres y desgastados que guiaban el único tren a vapor que circulaba por ellas desde el siglo XVII.
Él iba con su camisa de marinero y barba de treinta días, ella, ella iba con un precioso pijama blanco y radiante propio de una reina árabe.
Él llegó primero, se sentó en un banco iluminado por un candil junto a las vías y esperó unos minutos, entonces, escuchó el agónico silbato del tren a lo lejos. Se puso algo nervioso pero sonrió. La máquina se detuvo a su altura, se abrieron todas las puertas y apareció ella entre el humo espeso y blanco de la chimenea. Él se levantó, la miró y fue hacía ella. Esta traía consigo una sonrisa preciosa y eterna, ahí estaba, vestida de blanco con una aureola en la cabeza y unos ojos verdes que iluminaba la estación y el universo entero.
-Hola Altea- dijo él abrazándola.
-Hola mi triste marinero- le susurro ella acariciando su pelo.
-Has venido- le dijo mirándole a los ojos.
-¡Hemos! Venido- sonrió.
-¿Hemos?- preguntó él.
-Sí, mira detrás de ti-
Este se dio la vuelta y miró por toda la estación.
Altea lo abrazó por la espalda y le volvió a susurrar.
-El cielo, mira al cielo Pablo-
Él levantó la vista y vio como se acercaba un caballo negro tirado por una bandada de golondrinas gorjeando.
Pablo quedó paraliza, paralizado completamente, no daba crédito a tal magnifico acontecimiento, un caballo negro de raza levitaba por los aires sujeto a más de cien mil golondrinas.
Altea que seguía abrazada a Pablo agarrando fuertemente sus manos dijo:
-Me dijiste que querías morir porque una desalmada se llevó tu corazón y tus golondrinas, bueno… aquí las tienes marinero.-
Pablo lloraba, lloraba desconsolado, sin poder dejar de mirar al cielo ella lo abrazaba más fuerte.
-Llora marinero, llora que yo te protejo. ¡Mira tus golondrinas, mira con que fuerza alzan a mi caballo!
Pablo cogió la mano de Altea y la puso en su pecho. Ella sonrió mientras le miraba a los ojos secando sus lágrimas.
-Ves, tu corazón bombea de nuevo poeta mío.- le dijo sonriendo.
Él la besó apasionadamente.
-¡Gracias, gracias, gracias!-
-Te lo merecías Pablo,…venga corre, diles algo, ¡acércate a ellas marinero!-
Pablo corrió unos metros sonriendo como un niño pequeño mientras sus golondrinas seguían gorjeando, sacó de su bolsillo su reclamo y lo hizo sonar después de mucho tiempo. Estas le respondían alzando su agudo canto pues no lo habían olvidado.
Altea lo miraba sonriendo con lágrimas en los ojos.
-Tienes que seguir viviendo marinero, tus golondrinas estaban deseosas de volver a verte- dijo en voz baja.
Pablo estaba rodeado de cien mil golondrinas que le acariciaban con su vuelo de ochos infinitas la cabeza, la frente, el corazón. Él permanecía quieto con los brazos abiertos y una sonrisa olvidando la crueldad de aquella mujer que lo traicionó y le robó sus enlutadas aves.
-¡Os ha liberado del frio de esa ciudad! ¡Habéis vuelto!-
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