Protegernos era
darnos la espalda desnuda e indefensa
ante la oscuridad de la noche
y la brisa a jazmín y azahar
que entraba por la ventana
celosa por no tener unos brazos
donde refugiarse.
Protegernos era
dormirnos después de rozar la muerte
que arañaba mi espalda y tu estrecha cadera,
y una vez dormida,
mientras respirabas con la boca entreabierta
recoger tu rebelde flequillo
y susurrarte una nana en voz baja.
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