La sangre vertida de los dioses
impregna mi gaznate,
recorre mi tráquea,
llega a mi estómago…
pero no sacia mi sed.
Cual déspota kafkiano
no ceso en la necesidad de
disociar mis egos
en un alarde de egolatría.
Anoche rocé el cielo por unos instantes,
palpé un éxtasis adulterado,
fui otro yo por momentos;
recorrí las calles haciendo eses,
descamisado y afligido,
me arrodillé,
(cosa que prometí no hacer jamás)
por tratarse de un acto cobarde e incoherente
y vomité sangre y bilis:
Mis ojos querían escapar de sus cuencas,
enrojecidos, lloraban como un feto descompuesto,
mi boca se desencajaba de la mandíbula
y los huesos de mis nudillos vieron la luz ante la fina carne
que los protegía,
pero no voy a prometerme
que será la última,
sé a ciencia cierta que por desgracia
volverá a ocurrir.
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