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Y un buen día, cuando todo terminaba en la poética ciudad, y el marinero naufragaba en los posos de la decepción ante la imposibilidad de contemplar la inteligible brújula, Altea lo miró
(con tanta ternura que el navegante lloraba desconsolado sin intuir las misericordiosas palabras que le recitó)

Altea le dijo:

"-Mi dulce Pablo,
tú, que eres marinero
en la otra realidad,
tú, que eres calafate,
sabio de roturas
y experto en cerrarlas,
ten coraje y cierra tus heridas.
Ten la paciencia del naufrago
a la espera de ver tierra-".

Permaneció inmóvil, sin respirar, tanto tiempo que ella pensó que había muerto, y fue así, su cuerpo estaba helado, pero permanecía con los ojos abiertos, sin pestañear, mirándola fijamente.
Intentando suplicar un último favor para sucumbir en paz ante el descanso eterno.
Sus lacrimosos ojos susurraron:

Tráeme el clavel rojo...

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